Los niños del culo "zuzio"

Foto: Fermín Anguita Pérez. Motril.
Con la esperanza de que varias generaciones de niños encontrasen el futuro que Motril les debía.

(Nota del autor: Todo cuanto aquí se relata es real. La falla ortográfica es intencionada, con la intención de enfatizar el titular, si bien se ha basado en uno de los hechos relatados en el texto. La fotografía es una reproducción de la diapositiva realizada por Fermín Anguita Pérez posiblemente a finales de la década de los 60 ó 70 del pasado siglo).

Esta tarde llueve de manera persistente y al atravesar, con el coche, un charco de la playa de Poniente (que más bien parece una poza) me ha llegado, como una punzada, el reflejo oscuro de otros charcos inmensos y vergonzoso, en los que hoy chapotean los recuerdos de mi niñez.
Pero vamos a los antecedentes. Sigo manteniendo la convicción de que incluso hoy en día Motril no ha sido capaz de borrar de sus genes la miseria y la cuasi esclavitud que arrastraron siglos de monocultivo; es más, nos recreamos en un legado edulcorado, una cruel mentira que ha lastrado, para siempre, la capacidad emprendedora y de generar riqueza de este pueblo; convirtiendo el vasallaje y el servilismo en una de sus señas de identidad, acrecentadas por un déficit cultural que ha subsistido a lo largo del tiempo, para convertirse en un endemismo que incomprensiblemente muchos exhiben orgullosamente.
La caña de azúcar edificó su propia leyenda de soles sobre campos peinados por el aire de levante; de tardes de primavera teñidas de pavesas… pero nos olvidamos de los cientos y cientos de desgraciados cuyos brazos engullían los imparables molinos pre-industriales, las jornadas de trabajo de quince horas diarias, la brutal deforestación de la zona, el reinado secular de una oligarquía cañera que sembró Motril de mansiones a costa de una legión incalculable e inabarcable de esclavos costeros y alpujarreños, dibujando un emporio de señoricos que, incluso en nuestros días, continua pasándole factura a la sociedad local.
El charco refleja las caras ajadas y las manos rajadas por el filo de la navaja verde y tropical. “Modernamente” inventamos los aperos, que eran campos de refugiados donde yacían, apilados, los cuerpos sudorosos y malolientes de los “temporeros” de la caña y sus familias. Motril, hoy, los esconde y los tapa bajo la alfombra de su propia vergüenza; la historia local pasa tan de puntillas por ellos que las nuevas generaciones desconocen la existencia de aquellos lugares que fueron el hogar efímero de miles de infelices. Pero los hubo y muchos, repartidos por la ciudad y los, actualmente, anejos del pueblo matriz. Preferimos crearnos y creernos una imagen idílica y bucólica de lo que no fue más que un escarnio de varios siglos contra las personas humildes.
Recientemente se ha podido ver uno en el barrio de las Angustias, pero una tapia blanca oculta cómo las personas eran tratadas como ganado porcuno. Y eso que ese apero era, poco menos, que un cinco estrellas, comparado con otros recintos que nos dimos mucha prisa en borrar de la faz de nuestra ciudad tropical.
A medida que a mediados del siglo XX iban desapareciendo las remesas de criaturas que venían a ganarse algo, algo, de futuro; los aperos languidecían en su continente, pero no en su contenido. Los desgraciados monderos fueron sustituidos por los chaboleros, que encontraron en esos lugares un pesebre donde arribar con sus familias y edificar allí su hogar. En los cincuenta, sesenta y setenta del pasado siglo, de hecho, Motril tuvo el honor de elevar a la categoría de inframundo uno de estos enclaves que, para ironizar en clave humorístico-inhumano, denominó “Aperi-Park”, en los extramuros de la zona portuaria… el mayor icono de la miseria motrileña incluso en los años dorados de la movida nacional. En este pueblo tenemos gracejo suficiente hasta para darle nombre simpático a los escenarios de la vergüenza… hoy, una escondida calle del barrio lo recuerda, con su nombre.
Todos rememoraréis, si manejáis cierta edad, aquellas estampas. El original Laperipar fue uno de los peores escaparates sociales que ha lucido este pueblo. Medio derruido e invadido por un lodazal infecto, cubierto permanentemente de agua sucia y sin ningún tipo de saneamiento, se convirtió en el habitáculo de varias familias sin ningún tipo de recursos. Por aquellos años, y hasta bien entrados los ochenta, la visión de los niños literalmente “comidos de mierda”, en pelota viva y con los pelos estropajosos, metidos en el agua fuese verano o invierno, se convirtió en un auténtico escándalo que merecería, de verdad, que algún cartel o hito recordase in-situ (las paredes de Laperipar aún siguen en pie, anunciando una promoción inmobiliaria que nunca llegó), que aquel enclave fue el mejor ejemplo de que esta ciudad siempre coqueteó a lo bestia con la miseria, la consintió y a sus protagonistas los terminó tratando como chusma…
¡Qué pena, de verdad!. ¡Qué pena!.
Pero tal vez lo peor no fue la existencia de esa miseria, sino la capacidad de la sociedad local para institucionalizarla, digerirla y asimilarla como un algo normal y hasta turístico. Solo así puede explicarse que, en aquellas Alsinas atestadas de bañistas y que tenían una parada justo delante de Laperipar, la gente se arremolinase en las ventanas para contemplar como los niños del culo “zuzio” (como así canturreaban, con malicia, los gamberretes que disfrutaban viendo esa escena) se revolcaban en los charcos negros como si fueran perros y que, a algunos, les pareciera divertido, sobre todo al público autóctono. Alguna vez escuché decir a un turista que a Motril se le debería caer la cara al suelo por consentir tamaña atrocidad. Yo, os confieso, hubo muchas veces que sentí ganas de llorar. Imaginaos las navidades de aquellos niños.
Siempre hubo un “simpático” y socarrón motrileño que decía que los niños del Puerto eran todos rubios, que aquello debía tener una explicación casi sobrenatural… ¡hay que joderse!.
El hecho de que yo pasase una buena parte de mi infancia y juventud en el cercano barrio de Santa Adela, a diez minutos a pie del puerto y junto a la rambla de las Brujas, me puso bien joven en antecedentes de la pobreza real que afectaba a un centenar largo de familias motrileñas. Fijaos bien, porque a muchos de vosotros os habrán dicho aquello de “¡báñate sin miedo en la rambla, que el agua está calentica. No te pasará nada… ¿es que no has visto a los niños de Laperipar, que nunca se ponen malos?.
Porque, a pocos metros de mi casa y a menos de medio kilómetro de Laperipar, se situaba otra de las bolsas de pobreza de un Motril que ya lucía el campo de golf de Playa Granada como emblema del desarrollo turístico, a pesar de que durante treinta años su acceso fue un camino de cabras. Se ubicaba donde hoy existe el campo de deportes de Santa Adela y a los críos que vivían en las chabolas les llamaban “choceros”. Los “choceros” siempre estaban alegres; muchos de esos niños se mostraban siempre totalmente desnudos, con las gurrinas al aire y el culo también zuzio, mientras que las niñas se conformaban con los eternos vestidillos de tirantes, totalmente descoloridos pero tan dignos como aquellas inolvidables y limpias miradas que hacen brillar el alma de las personas pobres. Eran pobres. Pero pobres, pobres, muy pobres.
Allí vivían, en condiciones que seguramente pensaríais que me las estoy inventando si os las contase, familias de la mar. Gente trabajadora, pero tan humilde que no tenían ni para comer. Gente que tuvo que lidiar con el horror de vivir madrugadas de invierno en el que un mar tenebroso y embravecido avanzaba cien o doscientos metros y se metía literalmente bajo los camastros. Ese espanto aparece muy bien reflejado en el relato del autor Joaquín Pérez Prados (Dos huelgas para el recuerdo), publicado en 1990 con motivo del XXV aniversario del instituto Julio Rodríguez de Motril. Contaba el autor, con un conmovedor preciosismo, como los bachilleres motrileños protagonizaron una sonada huelga estudiantil para protestar por las condiciones denigrantes de los chabolistas, que esperaban unas viviendas sociales que se eternizaban año tras año. Motril sí se reveló, pero a través de sus jóvenes; aunque las viviendas no conseguirían erradicar la totalidad de la miseria que hubo de esperar una década muy larga más...
Y así, los ochenta trajeron consigo la desaparición física –solo física- del chabolismo en Motril. No voy a entrar en los resultados de la solución que se dio a ello (y que merecería un debate social), pero sí en que nunca más volví a ver a los críos en cueros retozando por los charcos pestosos, con las mocarreras verdes llegándoles hasta la boca, las caritas negras de churretes y encastrados de piojos; pero no me quiero engañar, porque insisto en que llevamos la miseria prendida en nuestra propia historia y alguna vez el futuro nos pedirá explicaciones sobre la indolencia que es la verdadera, la auténtica y la inimitable “denominación de origen” de este pueblo. Y al que le de coraje que se fastidie.


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