La lotera

No había rastro de muletas, pero estaba su silla de ruedas.Foto: steinchen

A veces, el deseo casi imperioso e hiriente por escribir y contar una pequeña historia me lleva a sentirme profundamente descorazonado. Sobre todo cuando te es imposible establecer una frontera clara y precisa entre la tristeza de tu visión y el fondo positivo que puede quedar amansado en lo más profundo del relato.
Me he debatido, dentro de este escenario tan personal, a la hora de contaros algo de la lotera. Harto difícil y comprometido si quiero eludir cualquier pista pública que lleve hacia alguien que conozco y a quien muchos pueden poner rostro y nombre. Tal vez no importe, porque esta historia de la lotera es una historia de dignidad y de valentía, como tantas y tantas de quienes dan tan sencillos pasos por la vida que no son conocidos más allá de sus callejuelas diarias, de su barrio y -a lo más- de su pueblo.
Ni le dije nada y me mantuve a distancia. He de confesar que pudo más mi curiosidad sana que el forzar un saludo extraño después de años, años y más años desde la última vez que crucé palabras con ella. En aquellos años de mis escarceos adolescentes ella era una tita más de la legión de titas de mis amistades... y, lo típico: “yo conocí a tu padre, cuando venía con la motillo”... desde ese comentario, hasta hoy, han pasado tantos lustros que el otro día me di cuenta que había olvidado que esta mujer enjuta, entonces, caminaba con muletas a duras penas; pero sin parar de reír, de hablar, de negar en su abierta actitud ante los demás la injusticia que marcaba su existencia. Ya se sabe, los más vulnerables siempre nos dan lecciones de todo, absolutamente de todo, pero sin ningún atisbo de vanidad.
Hace unos días volvía a verla en un rinconcito del mercado de su pueblo. Allá donde las mujeres le dan conversación -siempre con el manido tema de la salud- y donde los hombres, muchos de ellos sin más cultura que la justa, la saludan con tal educación que ni el más pintado de los licenciados sería capaz de lucir.
No había rastro de muletas. Allí estaba la lotera en su silla de ruedas. Y digo “lotera” sin saber si eran décimos o cupones. Sin saber qué suertes habrá repartido a costa de la suya propia; sin atreverme a pensar en qué tipo de suerte soñará esta mujer cuya vida se ha ido consumiendo en una letanía de metas imposibles...
Y al escribir esto me reprocho a mí mismo la intencionalidad de mis líneas, aún cuando ahora mismo lucho por no dejar entrever ningún atisbo de lástima, incluso a pesar de que me corroe el hecho cruel de que el destino le dibuje horizontes tan cortos y nublados a las personas que parecen haber nacido simplemente para cumplir el ciclo vital y no tener acceso a lo desconocido, a lo infinito, a la grandeza.
Pero he ahí que en una red social, uno de esos “me gusta” que una amiga ha dado en una foto familiar, veo a la lotera sonriendo feliz en alguna de esas interminables reuniones familiares de navidad. Es entonces cuando dibujo mi propia foto sobre ella y me corrijo, me desdigo... tal vez sus horizontes no sean grandes e inmensos en comparación a la visión que otras personas tengamos de nuestra propia existencia y futuro, pero a ella -a la lotera- le basta con el calor de los suyos, con las sonrisas de la chiquillería que ha inundado la familia, con el abrazo y los besos de quienes -como yo- hemos ido avanzando en nuestras vidas hasta el punto sin retorno en el que nos damos cuenta del valor verdadero de lo verdadero.
Y allí se iba quedando, intentando sobrevivir de principio a fin de sus años, pero luciendo en sus ojos ese brillo tan especial que solo los tocados con la gracia del cariño ajeno pueden lucir como un don.
Mi última visión de la lotera fue como veía pasar al público que iba y venía del mercado. En ello iba contemplando el tránsito de su existencia. Ojalá, de verdad, alguna vez uno de esos décimos o cupones le dejara un buen pellizco... estoy muy seguro, muy seguro, que lo repartiría absolutamente todo entre los suyos. (Foto: Steinchen)

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