Un gatito, tres lametones y una entrevista frustrada... o no



Fotos: F.A.
En pequeños encuentros se resume y condensa buena parte de la realidad que nos rodea. En ellos se refleja cuanto detestamos y a la vez nos sirven para tomar conciencia de que el reloj de la razón humana se detuvo, hace ya mucho tiempo, en la hora de lo incomprensible.
Durante semanas anduve con la intención, casi la tentación, de acercarme al animalillo. Pero sabía a ciencia cierta que de ese pequeño encuentro saldría muy mal parada la sensación que tengo con respecto a mis semejantes.
No se que pudo más, si la piedad, la curiosidad o la ternura. Pero al final me decidí a hacer una de las entrevistas más complicadas que he hecho en mi vida; aún a costa de despertar la burla de quien lea esto sin más sentido que la insolencia. Pero fui. Y no fue difícil simplemente por el dato absurdo de que ni el animal ni yo hablásemos el mismo idioma -eso es solo una cuestión formal-, sino porque tal vez comprendí demasiado bien lo que me contó después de haberme regalado tres o cuatro preciosos lametoncillos-rasposillos de un felino que, seguramente, ha vivido largo tiempo en compañía de humanos.
Lo suyo ha sido una historia de las que las películas americanas de serie B acostumbran a dibujar en momentos navideños. Pero nada de almíbar; para mí era a priori un gatito -o una gatita- que llevaba muchos días y noches viviendo, como si nada, en la calle. Pero no de golfeo gatuno, no, sino acomodado en una cajita de cartón provista de su mantita, del comedero y del recipiente de agua; junto a una transitada fachada donde -alguien me contó- algunas maravillosas manos infantiles habían tenido mucho que ver en la cariñosa instalación y disposición de la casita.
Hay muchos niños con alma.
Así ha estado semanas; sin separarse de su habitáculo, sin salir presa del espanto cada vez que un transeúnte o un perro se detuviesen ante el chalecillo a mirar o a olisquear (respectivamente). Mi primera impresión fue de temor, porque pronto intuí que en esa tesitura un gato manso y adiestrado apenas sobreviviría a la maldad innata de cualquier jovenzuelo sin corazón o de cualquier adulto pijorro de esos temen a las mascotas como si fueran leones. Pero no; a medida que pasaban los días me sorprendía a mí mismo cada mañana contemplando atónito que el gatito -o gatita- dormía en su efímero hogar.
Y precisamente una mañana me decidí a preguntarle de sus cosas; quizá pensando en el reportaje de mi vida... aunque siendo sincero conmigo mismo al reconocer que no hay reportaje perfecto cuando tus sentimientos afloran demasiado y le dan un tono tan subjetivo que desbaratan el propio hecho.
Suponiendo que él o ella se asustaría me mantuve a distancia, hasta que para mi sorpresa el animal salió de su lecho, vino hacia mí con andares juguetones y me dio tres o cuatro pasadas de ese sobeteo tran gracioso que caracteriza a los gatos empáticos.
Cuando me miró lo supe todo. ¡Me miró fijamente!. Hubo antes un hogar de verdad. Hubo cariños y caricias. Hubo paz. No pude evitar desde el principio el sentir la evidencia de ese paralelismo con la realidad al que aludía al principio. Un hogar de verdad, después la calle, luego la necesidad de la caridad ajena... la necesidad de que alguien te mire a los ojos y que no te haga sentir terrible y despiadadamente solo que expresan tus ojos.......¡ufffff!.
Nunca antes un gatito se me había acercado así, brindándome el gesto de su propia confianza en la bondad de un extraño que perfectamente podía haber ido con intenciones maliciosas (abundantes, por cierto, en este pueblo al que a muchos de sus vecinos les falta un hervor en su capacidad de amar a los seres vivos). Me senté el el suelo y me dejé querer mientras que quien un día fue mascota restregaba una y otra vez su cabecilla contra la palma de mi mano, buscando esas irresistibles cosquillas que necesitan todos los gatos como si fuera aire para respirar.
Seguramente le dije muchas de esas tonterías con voz aniñada que solemos gritar en tono bajo, casi inconscientemente, a nuestros animales de compañía. Pero al mismo tiempo fue como si una pequeña magia se extendiese entre ambos como un intento feliz de la propia naturaleza por tender puentes invisibles entre los mal llamados seres superiores y los inferiores.
Durante días vi su foto en las redes sociales. Y he de confesar que llegó un momento en que no quise indagar más sobre su historia, sino que quise construir mi historia con una gatita (o gatito) que me robó un suspirillo del alma. Le dieron por saco a la entrevista, porque lo que ambos nos contamos quedará en, eso, entre ambos.
Hace dos días, cuando amanecía y la mañana era húmeda de narices pasé con el coche junto a la que había sido el hogar callejero de mi amiguillo (o amiguilla). Pero solo había vacío sobre los adoquines rojos. Confieso que recibí una punzada de preocupación, porque yo hace tiempo que dejé de creer en la bondad de mis semejantes; pero también intento creer -desde hace dos días- en que alguien se ha apiadado de este ser cariñoso que no buscaba sobrevivir, sino que buscaba amorcillos pequeños y caricias estables. Algo que no cuesta dinero, sino bondad... y aunque nadie está sobrada de ello aún mantengo la esperanza de que esto tenga solución en un mundo en el que tiramos a la basura absolutamente todo, hasta la capacidad de amar.


Ojalá el final de esta historia haya sido el principio de una nueva historia para la gatita (o gatito) que tuvo el valor de hacernos mirar a todos en el espejo de nuestra propia indolencia.

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