El beso I (o el beso que no se dio)


Hubo muchas tardes de suave y caluroso atardecer en las que cuidábamos con mucho esmero nuestra apariencia. Hasta un mechón rebelde nos podía situar al borde del precipicio del ridículo y a mi me importaba mucho lo que pensara al verme cuando iba a recogerla... bueno, a recogerlos pues salíamos todos juntos en una extraña y curiosa pelotera. Adolescentes y niños (los hermanos pequeños, claro). Tonteábamos los mayores e incordiaban los renacuajos con las pedradas y los gritos. 
Me recuerdo fresco, oliendo a colonia, con un pantalón de pinzas y moreno-renegrido de tanto empacho de playa, mar y sol. A mi me gustaba tenerla cerca, escucharla reír y ver como daba melenazos al viento. Era una mujerona en la que aún mandaba una niña... pero a mí me embobaba. Me parecía ágil, ligera, encantadora y sabrosa. En las fotos de grupito siempre estábamos juntos.
Con el final de las vacaciones cada despedida, con cada año que íbamos sumando, nos iba separando un poco más como planetas que orbitan cerca y se van distanciando en el espacio de la vida adulta, de los olvidos de promesas juveniles y de los que nunca llegaron cobijados bajo el espejismo de un amor platónico jamás correspondido. Una vez discutimos por una nimiez y en el último día de unas vacaciones ya lejanas la vi marcharse sin un adios, caminando con aquel contoneo que me quitaba la respiración, me hacía sentir imbécil y me hacía salir las hormonas a presión por las orejas. Aquel día sentí un nudo en la garganta pues tuve la certeza de que se cerraba, para siempre, nuestra adolescencia febril.
Ahora, en un invierno incipiente de 2012 la vi pasar ante mí, pero ella no se dio ni cuenta... yo creo que no sabía ni a donde miraba. Pasó toda nuestra lejana adolescencia ante la visión oculta de mi memoria bien guardada. Reparé en que nunca volvimos a hablarnos desde aquella despedida muda y mi siguiente visión desde entonces se producía ahora, la de una mujer gastada, de párpados hinchados, de pelo ralo que antaño era mesado con la feminidad justa y necesaria para hacerme perder algo más que el sentido común. Sentí un vergonzoso alivio al comprobar que no me reconoció, que fue incapaz de ver en mí al niñato que la seguía bebiendo todos los vientos cada vez se ponía el vestido rosa y se volvía de espaldas...
Lo suyo, me contaron, fue un serial en el que la protagonista se quedó para siempre a vivir en una chabola de desventuras. Un palo detrás de otro. La suma de tantos errores que las cuentas no saldrían nunca... Aquella niña guapa, lozana, de risa escandalosa y olor a vida por construir no es hoy más que la víctima de una terrible crueldad del destino.
El otro día la vi en la calle, supe sin preguntar que ella lleva años sin sonreír ni soñar. Supongo, y no me equivoco, que se limita a sobrevivir con la desesperante sensación de haber vivido ya por adelantado hasta su propia decadencia y soledad.
Me hice el tonto, lo siento... pero tal vez sentí mucho más el no haberle deseado suerte en sus años venideros y, sobre todo, haberle dado aquel inocente beso de despedida que nos faltó y que ambos quizá necesitamos en esa lejanísima tarde en la que un absurdo cabreo nos hizo despedirnos sin un adiós siquiera. 
Ojalá algún día le vaya muy bien.

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