Hoy vuelvo a tener ganas de mermelada



Recuerdo perfectamente la textura y el sabor de aquella mermelada casera de albaricoque que le salía tan rica y que conservaba fresquita en la nevera. Y también recuerdo, con tristeza, el día en que por primera vez sentí miedo al probarla. Ya entonces percibí, de un modo claro y rotundo, que aquella cabecica no andaba nada derecha por los raíles de su vida. La vía había comenzado a torcerse de manera grotesca y el futuro de aquella mujer menuda, enjuta y viuda amenazaba ya con descarrilar. Poco después llegaron las manías extrañas, que yo apenas comprendía pero sentía como puñetazos dolorosos; vi como todos a su alrededor iban pasando las fases de la incredulidad, la negación, la frustración, la vergüenza (si, la vergüenza), el rechazo… para concluir en la resignación y en la piedad.
De ser un remolino de mujer pasó a ser una mujer arrastrada por un remolino en el que la fantasía, los miedos incomprensibles, la obsesión persecutoria y aquellas terribles y desoladoras escenificaciones de su propia e hilarante existencia se apropiaron de su mente para devastarla como un ejército de mortales termitas.
De buscarla, durante años, para sentir en mi cara sus manos oliendo a jabón mientras me soltaba su apabullante retahíla de sonrojantes piropos pasé a rehuirla, a esconderme, a sentir un pavor que solo me he atrevido a relatarlo veinte años después, no sin sentir al mismo tiempo un vacío denso en el que puedo escuchar el eco de sus risas a destiempo, de sus explicaciones sobre confabulaciones mundiales hacia su persona, de su obsesión por lo religioso, por el pasado más pasado, de su devoción por el bastón, las gafas y el reloj de quien fue su esposo y del que se olvidó en poco tiempo.
Cuando todo esto ha ocurrido y te pilla a traición en la frontera entre la niñez y la adolescencia, la sucesión de acontecimientos anula cualesquiera otros recuerdos anteriores, más bellos y amables, más de días de luz y sonrisas. Pero yo si he podido hoy bucear en esa etapa anterior y muy en el fondo, a la luz débil de un hermoso sueño de una noche de otoño, encontré varado en el lecho de aquella vida lejana el brillo aún posible de sus palabras coherentes, de su afán de tener limpios y bien alimentados a los suyos… del día que se presentó en mi colegio, a la hora del recreo, y tras las rejas del patio me dijo: “¡mira lo que te he comprado!”… y me entregó el librito nacarado de mi primera comunión, en el que se gastó un dineral y cuyo valor sentimental para mí fue tan enorme que lo guardé para siempre con tal celo, con tal mimo –ajeno a traslados y mudanzas- para hacer posible que mis dos hijos lo llevaran en sus manos llegado el momento, como así ha sido.
Es curioso, ha habido que esperar no muchos años, no, sino una época entera, una generación entera para que en mis sueños haya venido a verme aquella menuda mujer para volver a entregarme el librito. No vino con reproches, ni enfadada por el hecho de que durante un tiempo inacabable, desesperado y desesperante nos abrumara su locura, no. Vino sonriendo, tal y como nos contaron que murió de manera plácida, consumida en sí misma y vestida de blanco hace ahora diecinueve años.
Algo hermoso debe haber pasado, pues en este momento he sentido una necesidad imperiosa de tomarme una fuentecilla entera de mermelada del albaricoque.

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