¡Haga algo, señor Keating!


El club de los poetas muertos
Sonrío para mis adentros cada vez que vuelvo a ‘degustar’ la ejemplarizante escena de ‘El club de los poetas muertos’, donde el profesor Keating conmina a sus alumnos a arrancar el indeseable prólogo de un libro de literatura.
La página objeto de escarnio detallaba, en la película, como debe ‘medirse’ un poema para evaluar su grandeza, reflejando esta en un gráfico de horizontales y verticales. Y digo que sonrío para mis adentros pues hace muchos años, creo que en una edad similar a la de los chavales del simpático profesor, me rebelé en clase contra algo que nunca llegué a entender y que se derrama por mi cerebro a debido a mi corto saber en esta materia: la disección métrica, la autopsia del poema…
Y una de dos. O soy un completo imbécil, negado para entender los secretos de la rima y el sentido de la musicalidad, o tal vez pertenezco a un grupo de chiflados y analfabetos que siempre han entendido la poesía como una expresión abierta y transparente del alma, un desgarro sin sangre de un corazón angustiado o extasiado… sin más ataduras físicas que la capacidad de expulsar sentimiento por parte de quien la desliza entre sus dedos después de haber recorrido miles de kilómetros de neuronas henchidas de profundo amor.
Vaya de antemano el hecho de que no es la poesía el mejor de mis medios preferidos para beber de las fuentes de lo mágico o lo amorosamente inmenso; ni siquiera para escribir.
Admiro profundamente a los poetas sin métrica, a los poetas del alma
Desconozco la poesía y por eso mi planteamiento es estéril e idiota. Soy un gran profano en esa preciosa materia; pero no por ello ajeno ni me deja de llamar la atención el que, en aquellos mis años de BUP y COU, se empeñasen en enseñarnos la poesía como un objeto destinado a ser estudiado cuasi matemáticamente, a ser contemplado como un conjunto de palabras entrelazadas cuyo valor radica exclusiva y escandalosamente en el hecho en sí de su distribución ajustada a un inconsistente parámetro de métrica sin alma… Me faltó un profesor o una profesora Keating. Tal vez fuese eso, sí…
¿Acaso el corazón habla ajustando sus latidos a cánones y medidas artificiales?
Cuando alguien llora, ama, es infeliz o se siente pletórico y ese flujo se vierte, se convierte en poesía en lo último que piensa es que el verso no puede exceder de tal o cual, que ha de someterse al dictado de la estrofa, sucumbir a la métrica y subyacer a lo único que parece importar: La forma.
¿Qué mas da, entonces, la corriente subterránea, lo que da sentido a la poesía, su génesis preciosamente interior?
Vuelvo a decirlo, seguro que lo que expreso es una memez.
Prueba de ello es que, después de tantos años, no recuerdo nada de métricas. Si hay algo que se lee en forma de poema, algo que despliega su magia e irradia una escondida emoción, solo ocurre una cosa… o que esta llega a nuestro corazón, como un potente dardo o rebota contra él y se aleja.
Por eso mismo, un día muy lejano de rubor escondido llegó a mis manos un poema escrito en una hoja cuadriculada escondida en una carta de tres días de recorrido postal. Su autora no sabía –afortunadamente- nada de métrica, pero tan grabados quedaron en mí aquellos versos trémulos e inocentes que supe, sin haber leído nunca a Becquer, que un poema podía llegar a ser tan importante en mi vida como el más increíble de esos anocheceres que siempre me han sobrecogido.
¿De verdad alguien me va a discutir lo que es la poesía?
¡Haga algo, señor Keating!

Comentarios

  1. Nunca he aprendido del todo a medir las palabras, los versos. Pienso, como tú, que no hay que encasillar o ajustar las palabras sino que hay que dejarlas que fluyan libres.
    Encarni Cifuentes

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