El lazarillo de Xauen

Foto: www.turismomarruecos.net
Recordaba hace unos días uno de tantos aquellos inolvidables viajes al Marruecos no turístico, al de las calles de tierra y críos sin zapatos corriendo detrás de cualquier forastero que traspasase las fronteras del primer mundo para adentrarse en un país que siempre, antes y ahora, es un inmenso cofre de hechos sorprendentes y sorpresivos; tal vez excesivamente desconocido para nosotros y tan desbordado de tabúes y prejuicios que el miedo, en ocasiones, es nuestra única y equivocada respuesta ante la invitación, siempre amable y a la vez un tanto esquiva de sus gentes.
Pero, como todo lo exterior a nuestro pequeño mundo, debemos ser abiertos al mensaje que el pueblo vecino nos traslada. Y ese mensaje es familiar, cercano y sincero. No hay más retorcimiento que el que nos suministran erróneamente las noticias ni más ensañamiento que los viejos resquemores ya extintos.
Con solo trece o catorce años recorrí las primeras estribaciones del Rift más cercanas a la frontera española con Ceuta. Varias horas de viaje nos condujeron a Chaouen, un pueblito de ensueño que muchísimos años después he podido reflejar e identificar con el granadino Notáez, una pedanía de Almegíjar.
Y es que de la cordillera rifeña a las faldas de Sierra Nevada y la Alpujarra parece que no solo se tiende un puente de similitud geográfica, sino etnográfica, cultural (sí, cultural) y también humana. Decíamos ya entonces, caminando por las estrechas y coloridas calles de aquel pueblo marroquí, que nos sentíamos como en casa; si no fuera por que observabas el recato y el silencio de cientos de ojos femeninos ocultarse tras las puertas azuladas.
Allí, en el Marruecos profundo y bello no sentimos, sin embargo, recelo que podría producir la presencia de aquel grupito de españoles de pantalones cortos y curiosidad mal pintada. Por lo pronto, una marea humana infantil nos rodeó y, de entre ellos, sobresalía en plan gallito un jovenzuelo de no más de doce años que pronto se erigió en líder, desplazando  rápidamente a los demás y convirtiéndose por imposición en nuestro ‘guía’ de la jornada; una costumbre, por cierto, tan arraigada en el país que muy pocos forasteros no habrán pasado por esa situación.
He de decir, sin embargo, que lejos de ser una simpática molestia, aquel niño nos enseñó más del corazón que late en Marruecos que cualquier libro o folleto turístico; el crío no se dedicó a llevarnos -como pensábamos- a alguna tienda de baratijas de algún familiar o a intentar sacarnos unos buenos dirhams (de nuevo los típicos prejuicios anticipados). No. Fue un valioso lazarillo que en sus adentros tenía bien asumido que aquello no era un capricho, sino un trabajo y hasta un sustento. A lo mejor exagero si digo que percibí cierta ‘profesionalidad’ en su manera de actuar… Y a lo mejor digo que me descuadró un detalle que decía mucho del niño. Fue cuando entramos en un pequeño cafetín para almorzar algo y le invitamos, como estimamos normal, a compartir mesa con nosotros. No solo se negó en rotundo, sino que permaneció junto a la puerta del local hasta que finalizamos la comida. Sin moverse del sitio y a pleno sol. He de confesar que aquel día no solo se me hizo eterno el almuerzo y la sobremesa, sino que incluso llegué a sentir cierta vergüenza al pensar en que mientras yo me clavaba unos buenos pinchos, el chaval esperaba en la puerta como un criado sumiso.
Insistimos pero él no quiso. El lazarillo tenía inculcado y asumido que las cosas son así. Tan simple como eso.
Hoy entiendo que mi mejor respuesta podía haber sido respetar su decisión, su actuar, comprender un modo de pensar diferente; claro que mi cerebro no daba para tanto en esos años… Eso sí, a mi me dolió sentir que un niño de mi edad se mostrase como un sirviente. El, sin embargo, representaba a la perfección un papel, un rol que subrayó con un gesto de barbilla una vez salimos de bareto… Tenía la cabeza ligeramente alzada y exhibía una preciosa sonrisa. Estaba feliz y pletórico de su trabajo, de su pequeña responsabilidad, de custodiar nuestro momento de relax en aquel ‘restaurante’ de pared mil veces encalada con azulete.
Cuando la tarde caía sobre la preciosa Chaouen y aquellos viejos de cien años recogían sus puestos de chillones madroños instalados en cada curva de la angustiosa carretera de montaña, llegó el momento de marcharse y ‘despedir’ a nuestro guía. No se cuanto le dieron. Para mí, esa y cualquier otra cantidad que demos a cualquier otro en cualquier otro momento será ridícula. Pero él volvió a sonreír, nos despidió con ese musical y dulcísimo francés de los marroquíes del norte y nuestro morillo desapareció corriendo por las callejuelas empedradas de un sorprendente Albaicín norteafricano. Se me formó, y no me sonrojo, lo que entonces llamábamos ‘un nudillo en la garganta’.
Es curioso. Cada vez que he contemplado, en el marco del potente espectáculo natural y marino del Estrecho de Gibraltar, como en la lejanía muy lejanía asoman los primeros picos del Rift, medio diluidos en varias tonalidades de gris, intuyo un mundo insólito e injustamente desconocido que, in-situ, nos ayuda a conocernos nosotros mismos. Tal vez por el hecho de que en lugares así, donde la condición humana es asombrosamente primaria y transparente, tendemos a reflejarnos en lo sencillo de las cosas y de las personas. Por eso nos sentimos tan fascinados y sentimos un profundo respeto por quienes nos tienden los brazos; aquella vez fue el pequeño lazarillo, al que habrán seguido tantos y tantos como historias personales, gracias a ellos, habrán podido recrearse en miles de corazones abiertos a la aventura de la generosidad humana.

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