La 'batica'

Un extenso y moderno vial sirve para expandir la ciudad hacia el este. Junto a él, intentando encajar de alguna forma las nuevas y antiguas construcciones, entre las trazas modernas de acerados y luminarias, un grupo de pisitos levantados en los años cincuenta del pasado siglo exhiben las costumbres un tanto desvaidas y descoloridas de sus ya mayores inquilinos. Pero edificios y personas intentan mantener el ritmo de unas costumbres y modo de ver la ciudad que despierta la nostalgia y el calor interior de quienes podemos recordar el encanto y la ternura que vestía la salita de estar de la casa de nuestros mayores, del ‘tapete de croché’ de nuestras abuelas…
Precisamente allí estaba. No ninguna de las mías, sino la de alguien desconocido.
La primavera era aún un cierto espejismo, pero la noche invitaba a una larga sesión de carrera desde la cuidad al campo y de ahí a la lejana playa. El vial era como una pista de calentamiento en la que los corredores, los peatones y esos animados grupitos en torno a una fogata conviven en una curiosa armonía urbana.
La música Jason Derulo en un Mp3 a punto de pasar la ITV no me aisla del mundo exterior; al revés, me hace contemplarlo como si observase tras el cristal de un escaparate que enmudece el interior de la tienda.
Desvié la vista y reparé en la mujer. Era una abuela de rasgos tranquilos que contemplaba los diarios trasiegos de los anónimos viandantes. Se ve que no tenía ganas de pisillo en ese atardecer de primavera adelantada, se bajó a la calle y ocupó plaza en uno de esos también modernos bancos de hormigón. Ella…-y lo que más  me enterneció- con su batica puesta, bien cruzada y apretada contra su generoso pecho y los brazos más cruzados aún en una decorosa pose de quien se siente observada y temerosa de no ser digna de miradas.
No fueron sus gestos o postura. Esa batica me dibujó, en segundos, el retrato cariñoso de tantas abuelas que buscaban el sillón mullidito después de haber preparado un buen plato de papas y huevos al nietecillo hambriento. Esa batica cruzada me reveló cientos de noches inquietas, temores, sueños y … Mucho antes, una vida de esfuerzos, madrugones y café de ‘pucherico’ preparado con un reverencial esmero para un marido, tal vez un poco hosco, que se iba al ‘peazo’ mucho antes de que el primer gallo del barrio canturrease con el tono cascado por el sueño.
Esa abuela, con la batica cruzada, podía permitirse el lujo de estar en batica en plena calle, sin ser consciente de que su vestimenta la dignificaba mucho mejor que cualquier otra prenda. La mujer era una estampa tierna, amorosa, generosa y feliz a los ojos de aquellos que, como yo, iban a pegarse una paliza de kilómetros y sudor.
Me fui alejando pensando en ella. Y como un rayo alentador vi a mi abuela sonreir en mis adentros más íntimos. Me acordé de sus fríos, de su batica abrochada hasta arriba y en su eterno olor a jabón de lavanda, el olor de las abuelas. Me alegré de haberme cruzado con esa mujer desconocida y cálida que irrumpía en la cotidianidad más gris para recordarnos que lo entrañable continúa escondido en todos nosotros hasta extremos que somos incapaces de reconocer.

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